martes, 29 de mayo de 2018

FEMICIDIO: 17 AÑOS DESPUÉS, EL ULTIMO JUICIO

Título original: El último juicio, 17 años después

Los padres de la joven secuestrada, abusada sexualmente y asesinada en 2001 declararon en el proceso contra Ricardo Panadero, sobreseído al comienzo de la investigación.


Con el testimonio de Gustavo y Laura, los padres de Natalia Melmann, comenzó en Mar del Plata el juicio oral contra el cuarto policía involucrado en el femicidio de la adolescente, ocurrido en 2001 en Miramar. El acusado es el policía bonaerense Ricardo Panadero, quien al principio de la investigación había sido sobreseído, mientras que los otros tres acusados, Ricardo Suárez, Oscar Echenique y Ricardo Anselmini, fueron condenados a prisión perpetua en el primer juicio, realizado en 2002. En el momento del hecho, en los juicios no se había incorporado como agravante la violencia de género, de manera que Panadero –al igual que sus cómplices– es juzgado por privación ilegal de la libertad, violación y por el homicidio de la joven, un típico caso de femicidio. Los padres de Natalia recordaron que en el cuerpo de la víctima encontraron ADN de Panadero, motivo por el cual cuestionaron a la Justicia por la demora en juzgarlo y por la decisión que hoy les permite, a los tres condenados, gozar de salidas transitorias cada 15 días (ver aparte). 

Gustavo Melamann le repitió a PáginaI12 lo que había dicho ante los jueces del Tribunal Oral 4 de Mar del Plata: “Lo que pedimos es una condena ejemplar porque desde el principio se sabe que Panadero participó en el crimen de mi hija y con su condena, se va a terminar de hacer justicia”. Laura, la mamá de Natalia, recordó que Panadero tuvo “la misma responsabilidad que los otros policías condenados; parece mentira que hayan pasado 17 años para que lo juzguen, cuando el ADN de Panadero siempre estuvo en el cuerpo de mi hija y es increíble que no hayan querido juzgarlo   hasta ahora”.

“El cuerpo de mi hija tiene quemaduras de cigarrillo y el único que fumaba de los policías era Panadero. Yo se que el hecho de que vayan presos o no, no me devuelve a mi hija, a quien no puedo abrazar, no le puedo hablar, no puedo besarla, pero igual saco fuerza para seguir por mis otros hijos, por mis nietos, que me necesitan”, recalcó Laura. Mientras tanto, Gustavo Melmann insistió en señalar que “no hay ninguna duda de la participación de Panadero en el crimen de Natalia”. Dijo que esperan que la Justicia “condene a este sujeto, como a los otros tres policías que fueron condenados a perpetua”. 

El juicio a Panadero está a cargo del Tribunal Oral 4 de Mar del Plata, integrado por los jueces Jorge Peralta, Fabián Riquert y Juan Manuel Sueyro. El sargento Panadero llegó al debate acusado de los delitos de “privación ilegítima de la libertad agravada por el uso de violencia, abuso sexual agravado por acceso carnal y por la participación de dos o más personas y homicidio agravado por la participación de dos o más personas y criminis causa”, es decir que asesinaron a la víctima en un intento de ocultar los delitos iniciales, el rapto y el abuso sexual. El cuerpo de Natalia Melmann fue hallado el 8 de febrero de 2001 en el Vivero Dunícola de Miramar, cuatro días después de su desaparición.

Fuente: Página 12 - Por Carlos Rodriguez

DEL ABUSADOR NO SE HABLA

Título original: Infancia robada 


La nena llora acurrucada en los brazos de una mujer extraña, que conoció apenas el día anterior. Pero que la abraza. La abraza fuerte, como queriendo espantar fantasmas. Esa mujer y otra compañera del Foro de Mujeres por la Igualdad de Oportunidades de Salta, mujeres de corazón feminista, se acercaron a su casa, en un barrio pobre de la capital salteña, para poder ofrecerles a ella y a su familia lo que necesiten, y especialmente, contención e información. No es fácil la escena. Sienten impotencia. También ellas lloran. 


La nena tiene un embarazo que nunca buscó. Y que es consecuencia de los abusos sexuales a los que la sometía la pareja de su mamá. Ese hombre, que seguramente se excitaba con el sometimiento y la humillación de la pequeña, está preso. Pero su mamá ahora que él no está, no tiene con qué parar la olla. No tiene nada. No pudo cumplir con las casas a las que iba a planchar y limpiar. Pide ayuda, lo que sea, dice. Tiene la mirada perdida, y en brazos un bebé de un año y medio, que seguramente tuvo con quien torturaba hasta hace poco a su nena, la segunda de sus hijas, la que cumplió 11 años en febrero. La mayor tiene 13. Pero de ese hombre no se habla. No es momento.

En la misma casa vive la abuela, que tiene unos 45 años, y que cuenta que ella también fue abusada por su propio hermano. Dice que no le creyeron, ni sus padres. Ni nadie. Y a los 11 años, producto de esos abusos, tuvo a la mamá de la nena, esa nieta que ahora, a esa misma edad, vive una historia repetida. ¿Cómo romper con esa cadena de abusos perpetrados por varones que se consideran con derecho a apropiarse de cuerpos de niñas vulnerables? Por eso, entre otras razones, queremos que caiga el patriarcado. 

La nena tiene el cuerpo esmirriado, flaquito, y ya se le empieza a notar eso que tiene ahí, que va creciendo y deformando su vientre, que nunca deseó y que tal vez, todavía no termine de comprender de qué se trata. 

En febrero la mamá la llevó al Hospital Papa Francisco, del barrio Solidaridad, en la capital salteña, porque le dolía la panza. Le hicieron análisis de sangre y orina, buscando un problema en el hígado o gastrointestinal. La mamá los muestra. Tienen fecha del 17 de febrero. En ese momento, la gestación llevaba 8 semanas aproximadamente. Pero le dijeron que la nena estaba constipada, que tenía materia fecal atascada, recuerda. Si en ese momento la hubiera atendido un equipo interdisciplinario atento, preparado, para ver más allá, quizás podría haber sospechado, captado algún otro síntoma –que seguramente exhibía– de los abusos y pensar en la posibilidad de un embarazo forzado. Pero nada de eso pasó y la mandaron a la casa. 

La nena tenía otra mierda atascada: las palabras, la posibilidad de contar, de romper el silencio y decir que eso que le venía haciendo la pareja de su mamá, no le gustaba. Es probable que la tuviera amenazada para callar. Como suelen hacer los perpetradores de abuso sexual a niñas. La mayoría de estos episodios ocurren en el ámbito intrafamiliar. La nena ahora juega con su hermanita más pequeña. Su mamá muestra que también le indicaron otros análisis de sangre y orina en marzo: tienen fecha del 15 de marzo. Tampoco ahí se buscó constatar un embarazo. Ya rondaba las diez semanas. 

El aborto en esa instancia hubiera sido más sencillo. Incluso, con el marco normativo restrictivo que impuso hace seis años el gobernador peronista Juan Manuel Urtubey, hubiera podido interrumpir esa gestación en un hospital salteño, siempre y cuando, claro, no le pusieran algún otro obstáculo arbitrario e ilegal. ¿Le habrían informado sobre el derecho a un aborto en casos de violación en el mismo hospital? 

La asesora de Incapaces, Patricia González, le hizo firmar a la madre, su beneplácito para continuar con la gestación. Lo hizo antes de que Urtubey derogara, el jueves, el protocolo restrictivo que establecía un límite de 12 semanas para el aborto en casos de violación. Es probable que también le haya dicho que en Salta no tenía derecho a un aborto porque superaba ese plazo. Después del escarnio público que forzó al gobernador a adherir al Protocolo Nacional, que sigue los lineamientos de la Corte Suprema para casos de abortos legales, la mamá recibe insistentes llamados de funcionarios públicos del gobierno salteño, para preguntarle si ahora la nena va a abortar. ¿Se puede ser tan perverso?

Apenas unos días antes, a la mamá le dijeron que con un aborto “van a morir los dos”, en referencia a la nena y el producto de la violación. ¿Se lo dijeron funcionarios públicos del hospital Materno Infantil de Salta, donde le detectaron finalmente la gestación el 9 de mayo, a la semana 19 o de Tribunales? Qué importa a esta altura. La mujer, claro, está aterrada. No quiere que su hija corra riesgos. Pero los corre. 

Primero la violó un varón. Después, el Estado, con sus tentáculos patriarcales. 

La nena pesa alrededor de 32 o 35 kilos, según estimaron quienes la vieron. Con ese peso va a cursar un embarazo de alto riesgo. El aborto, con casi 22 semanas de gestación, tampoco sería un procedimiento sencillo, aunque no imposible. ¿Quién está en condiciones de tomar la mejor decisión, poniendo por delante el interés superior de la niña, que sin dudas es su salud, física y psíquica? 

Pienso en esa madre, en esa nena, en su abuela y en tantas otras nenas abusadas, embarazadas, despojadas de sus derechos, con un Estado que les da la espalda, que las ignora. Y lloro. 

Fuente. Página 12 - Por Mariana Carbajal 

miércoles, 16 de mayo de 2018

SEMANA DEL PARTO RESPETADO: PARIR ES UN HECHO POLÍTICO

Título original: El parto es un hecho político

Cuando deseamos ser madres, ¿cómo sobrevivimos al maltrato y la violencia? ¿Cómo recuperamos el protagonismo? La medicina tiene poder para decidir sobre el cuerpo de las mujeres con cesáreas innecesarias e intervenciones rutinarias. A veces el personal de salud no recuerda nuestros nombres y nos llama mamá o mamita. En la semana del parto respetado contamos algunas historias que buscan desnaturalizar la violencia obstétrica.




Voy por la semana 37 de embarazo. Acabo de entrar en la sala de preparto. La partera me hace el tacto más doloroso del mundo. Sufro en silencio, se me caen las lágrimas.

- Está verde. Puedo ponerte el goteo pero podemos seguir 24 horas así. Y no te aseguro que dilates.

Siento pánico. Llama al obstetra y le avisa que estamos listas para ir al quirófano. Ella estará lista, yo no. Caminamos juntas, yo con mi bata de hospital, ella con su ambo azul. Son 20 o 30 metros. Tiemblo. Me da la mano, me la dará durante todo el proceso.

Abrimos la puerta. La sala es impoluta, blanca radiante, llena de luces. Hace frío. Es la segunda vez que estoy en un quirófano. Un año atrás el mismo médico me operó un mioma subseroso más grande que mi útero: creció con las hormonas de un embarazo perdido en la semana 9 y había que sacarlo antes de intentar otra vez. Llegué a él por recomendación de una amiga. Era el quinto médico al que iba: ninguno me había parecido comprensivo ni me había explicado suficiente. En una de esas consultas, un ginecólogo mediático que milita a favor del derecho al aborto me dijo:

- A mí todo tu deseo de ser mamá y lo triste que estás no me importa. Yo te voy a explicar lo que pasa de acá hasta acá.

Y dibujó algo que simulaba ser un cuerpo femenino: una raya por encima del estómago, otra sobre los cuádriceps. En el medio, la parte que a él le importaba: el órgano reproductor.

Otra vez me tocó uno que apenas escuchó el relato puso fecha para la operación. Nunca me preguntó cómo estaba ni se acordó cómo me llamaba. Menos intentó explicarme que uno de cada cinco embarazos no continúan.

Elegí al médico que me operó casi por cansancio, un poco por temor. La intervención fue en diciembre, antes de las fiestas. Anestesia completa, dos días de internación, hotelería de lujo, sin lugar para muchas preguntas.Tuve que llamar al médico por teléfono para que me diera el alta.



En la primera operación llegué al quirófano acostada, ahora entro caminando. Me subo a la camilla sola, me acuesto.





- La cosa es así: tenes que apoyar los brazos en los estribos y si te movés te vamos a tener que atar. ¿Está claro?

¿Atar? ¿De verdad me están diciendo eso? El anestesista me interrumpe el pensamiento.

Me incorporo, me explica que si me muevo no me hará efecto la peridural. No reconozco ese estado, me siento una muñeca de trapo. ¿Así era parir? Después todo pasa muy rápido. Me untan con pervinox, hacen pasar a mi compañero -la partera le dice que mire de costado porque estoy desnuda en la camilla con la luz encandilando mi cuerpo dormido y pintado de una sustancia oscura-. Él hace caso, creo. Ya no siento desde la cintura para abajo. Solo percibo que mi cuerpo se mueve para un lado y para el otro, como los autos cuando el mecánico prueba si funciona la suspensión. En esa distracción estoy cuando el anestesista, un hombre robusto de cuarenta y tantos, se me sube encima y me aprieta la panza desde arriba hacia abajo. ¿Qué es esto?

Después pierdo la concentración en el bebé y escucho el ruido de los instrumentos quirúrgicos, el movimiento de las por lo menos seis o siete personas que están del otro lado de la cortina que divide mi cuerpo en dos. Recuerdo apretarle la mano fuerte a la partera, el calor de los brazos de mi compañero sobre mi cabeza.


Ilustración: Florencia Gutman


Hay experiencias mucho peores. La cesárea impuesta por comodidad del obstetra, la falta de respeto por el tiempo del embarazo, la prohibición de tocar al bebé cuando nace, la sala impoluta con luces de interrogatorio apuntando, las conversaciones ajenas sobre temas diversos, el anestesista subido a la panza. Las escenas se repiten en los relatos de las decenas de mujeres que entrevisté. A Carolina le confundieron el nombre durante el parto y la llamaron mamá, mamita, mami, gorda. A V. le rompieron la bolsa sin necesidad. A Natalia le hicieron una cesárea innecesaria (la Organización Mundial de la Salud sugiere un 15 por ciento, en hospitales públicos llega a más del 30 y en privados a más del 70). La episiotomía es rutina (la OMS recomienda no hacerlas de manera rutinaria, en Argentina la cifra llega al 60 por ciento en primerizas). Y escasea la información: no te explican los procedimientos, deciden por vos, te dejan sola. La ley 25.929 de Parto Respetado sancionada en 2004 establece que las mujeres pueden atravesar el preparto, parto y posparto acompañadas. Pero según el Observatorio de Violencia Obstétrica de Las Casildas, una de cada cuatro mujeres lo hace en soledad.



El primer hijo de Malena nació por cesárea. El bebé venía de cola y no hubo médico que se animara a intentar un parto vaginal. Ella fue la primeras de su grupo de amigas en quedar embarazada y la información que consiguió fue a través del obstetra y de un grupo de maternidad respetada. Después de la operación quedó golpeada, como si hubiera tenido la culpa de no poder parir, como si no hubiera querido.

Dos años y dos meses después le pasó lo mismo con el segundo hijo: el bebé estaba en posición podálica. Pero esta vez la obstetra la esperó hasta la semana 40 y el parto se desencadenó con contracciones. Cuando ya estaba todo listo para la cesárea, en el quirófano del Sanatorio Anchorena, el anestesista la pinchó:

- Todavía siento las piernas – dijo ella.

- Estás asustada – le respondió.

La obstetra empezó a cortar y Malena pegó el grito de su vida. La entubaron y durmió durante el nacimiento de su segundo hijo.




Tres años después volvió a quedar embarazada. Ya no tenía expectativas: en Argentina dos cesáreas son una condena perpetua, aun cuando la OMS dice que no hay pruebas que lo justifiquen y recomienda intentar partos vaginales (PVDC). En los grupos de Facebook sobre maternidad las mujeres se incentivan unas a otras para lograr partos que respeten los tiempos fisiológicos de los cuerpos de mamás y bebés. Eso incluye el parto vaginal, la no inducción sin justificación, la no ruptura de bolsa sin necesidad y muy especialmente la elección de la posición durante el trabajo de parto y parto y el respeto por la hora sagrada. “Ningún procedimiento de observación del bebé justifica la separación de su madre”, dice la OMS. Cada parto después de una cesárea es un logro compartido y celebrado con cientos de comentarios y me gustas.

En las últimas semanas de embarazo la beba de Malena se colocó en el canal de parto. Si quería parir había que hacer el trabajo en casa y llegar justo a la clínica. La segunda noche de contracciones, la partera la visitó:

- Tenés ocho de dilatación. Si querés tener un parto natural, podés.

Malena lloró.

Dos horas y un par de pujos después nació su tercera hija.

 El parto como hecho político



María entró en el hospital y quedó conectada al suero, Sabrina peleó porque no quería tener puesto el monitoreo del bebé ni estar acostada. Desde esa posición el médico tiene la vista privilegiada en el momento del nacimiento y nos ordena qué hacer. Estamos embarazadas pero nos tratan como enfermas. Las mujeres que parimos sabemos que los avances científicos disminuyeron la mortalidad materna a cifras impensadas hace apenas cien años aún sin alcanzar las cifras que exige la ONU. La tecnología que usan los neonatólogos también redujo la mortalidad infantil.



Bárbara tenía fecha de parto para el 25 de diciembre. La obstetra, que fue su ginecóloga de toda la vida, la esperó hasta la semana 41. Durante los monitoreos previos ella no dilataba ni sentía dolor. La beba se movía, la panza se puso dura pero nunca llegaron las contracciones de parto. El 28 la médica le dio un ultimátum: el fin de semana se iba de vacaciones. Le hizo tacto y apenas tenía dos centímetros de dilatación.

- Te recomiendo que te vengas a internar mañana y hacemos una inducción. El bebé está para parto y sino vamos a entrar en riesgo.

Bárbara le creyó: es la mejor opción, se dijo. La idea del riesgo asusta. Recién después del parto, ya con la beba en casa, pensó “¿y si hubiese esperado unos días más? Por ahí ese no era el momento”. Pero la voz autorizada es de la médica. La familia que esperaba al primer nieto y al primer sobrino también presionaba: “¡Es la semana 40!”, decían todos. Bárbara y su compañero sintieron que eran ellos los que estaban decidiendo y el 29 de diciembre llegaron a la Maternidad Suizo Argentina.

Nadie les explicó cómo es el proceso de inducción. Entraron en una sala que le parecía un quirófano, “un lugar horrible”, frío, con luces blancas, gente con barbijos. “¿Acá voy a parir?”, pensó Bárbara.

- Desvestite y ponete la bata – le dijo una partera desconocida; la del curso estaba de vacaciones.

Cuando deseamos ser madres, ¿cómo sobrevivimos al maltrato y la violencia? ¿Cómo recuperamos el protagonismo? 

Bárbara obedeció la orden y se acostó. El equipo médico puso en marcha el listado de procedimientos de un parto intervenido:  le conectaron la oxitocina y el suero, le pusieron el monitoreo para controlar las contracciones y corazón del bebé. Después le pincharon la bolsa para acelerar. Le pusieron la pelela para hacer pis. La peridural llegó con ocho de dilatación, una hora antes del nacimiento.

Durante las seis horas que duró el trabajo de parto la obstetra iba y venía de la sala, la revisaron varios médicos, escuchó conversaciones sobre otros temas: se enteró que alguien se había olvidado el cargador del celular, que otro se iba de vacaciones en enero y que un tercero era aficionado al buceo.

Antes de que llegue el anestesista, la obstetra dijo:

- Mirá, falta un poco porque no terminó de bajar pero yo quiero que sea parto, esto va a ser parto. Yo ahora me voy a hacer una cesárea y cuando vuelva vemos.

Bárbara lo vivió como un ultimátum. Después ya nadie le explicó, ella fue adivinando mientras le daban órdenes. “Ahora empezá a pujar. Cada vez que sientas la panza dura, pujá”. Cuatro o cinco veces alcanzaron para que nazca la beba. Por las dudas le hicieron una episiotomía de rutina.

“Mientras me cosían, entraba y salía gente. Yo estaba contenta porque había salido todo bien, estaba sana, la beba también. Estaba eufórica. Después pensándolo me pregunto ¿qué onda? No tiene por qué ser así”, dice.

Al final, antes de ir a la habitación, la obstetra la miró y le dijo:

- Te felicito, yo sabía que ibas a poder tener parto porque hay algunas que no quieren ni pujar.



Cuándo empezamos a parir acostadas, cuándo fuimos a tener hijos a una institución, cuándo cambiamos las parteras y matronas por los obstetras, cuándo nos sometimos al poder médico, cuándo decidimos acatar órdenes, cuándo naturalizamos la violencia. Desde cuándo necesitamos leyes y protocolos para combatir la violencia contra las mujeres dentro de la sala de partos.



Violeta parió a su primera hija en Colombia. Fue una cesárea de apuro: no por riesgo de vida sino porque el médico se iba de viaje. Las cicatrices sobre el cuerpo pesan como sellos que no se borran y marcan los destinos de muchas mujeres. A Violeta le costó recuperarse, más que de la cesárea, del primer encuentro con su beba. “Recuerdo estar en la habitación mirándola y diciéndome “ok, ésta es mi hija”. Era como tener que poner racionalidad y cultura donde tendría que haber instintos”. Ahí, justo después del atropello, comenzó para ella la militancia por el parto respetado. Y seis años después parió a su segunda hija en su casa. No hubo corridas ni intervenciones, sino una mujer y su compañero varón (que es partero) haciendo lo que soñaban. Nadie le puso un dedo encima, no hubo ruptura ni rareza en el encuentro. Fue como haber estado siempre ahí.


Violeta canaliza su experiencia en Las Casildas y Fortaleza 85, los espacios en los que lucha para que las mujeres puedan tomar sus propias decisiones. “Ingresaste en la institución caminando pero estás en una silla de ruedas. Y te enchufan un suero: eso ya muestra el poder simbólico, es el cordón umbilical que te ata a la institución. De la misma manera que la vida de tu bebé depende de tí, a través del cordón umbilical, tú de aquí en adelante dependes de la institución. Y ahí quedaste. Luego te acuestan, te restringen el movimiento, estás mirando para arriba mientras los otros trabajan sobre tí. Lo que está pasando no tiene nada que ver contigo”, dice. 

El rey Luis XIV de Francia quería presenciar el parto de sus hijos y ordenó a su esposa María Teresa de Austria que se acostara: sin saber que esa postura dificulta los movimientos, armó el escenario para tener una vista privilegiada. La aparición de obstetras profesionales desplazó a las parteras y desechó los saberes transmitidos por otras mujeres: los médicos estudian para salvarnos la vida. Las políticas higienistas de los Estados de fines del siglo XIX y principios del XX construyeron una forma “correcta” para los nacimientos. “El parto intervenido, medicalizado, es sólo un aspecto de la nueva concepción fuertemente biologista de la reproducción humana y de la salud humana en general. Y son las instituciones de la salud espacios en los cuales estos procesos encuentran su lugar”, explica la filósofa Laura Belli en La violencia obstétrica: otra forma de violación a los derechos humanos. No es casual, para ella, que la aparición de la obstetricia como disciplina hace que las mujeres nos subordinemos al saber médico. La experiencia del nacimiento cambia de territorio: de la casa en las que las mujeres estaba rodeadas de otras mujeres, se pasa a las instituciones de salud, donde hay profesionales, personas extrañas a la parturienta y una “idea de asepsia que se enfrenta” a la posibilidad de compañía.

La partera Raquel Schallman explicó el cambio: “hace 70 años las mujeres parían en su casa o en la de la partera, eso de los partos institucionales apareció después. El parto era una instancia fisiológica, como hacer el amor, como menstruar, así que ir al hospital no tenía ningún sentido. En la institución se diluye todo: el deseo, el amor, el placer. Diluyendo eso, la institución te garantiza que si hay un ‘quilombo’, entre todos se van a ocupar de hacerlo desaparecer”.

Si pensáramos en una genealogía del parto, necesitaríamos entender “cómo un hecho sano, fisiológico y que respondía a la vida íntima y familiar de esa mujer de pronto pasa a ser asunto de los cirujanos. Porque los obstetras son cirujanos y se forman en las universidades como héroes que salvan vidas”, explica Violeta Osorio.

Para el sistema médico hegemónico la salud equivale a que la mamá y el bebé tengan signos vitales: “lo que les importa es que no perdiste una pierna en el camino y que tu hijo está respirando. No tienen en cuenta ni la parte emocional, ni psicológica aún si saliste destrozada emocionalmente”.


Fuente:Revista Anfibia - UNSAM  - Por Leila Mesyngier